Creo en el mensaje de verdad que nos traen los fundadores de todas las religiones del mundo. Rezo sin cesar para no sentir jamás ningún resentimiento contra los que me calumnian y para que pueda morir con el nombre de Dios en los labios, aun cuando caiga víctima de un atentado. Que se me recuerde como un impostor, si en el último momento tengo alguna palabra de odio contra mi asesino.
Sin temor alguno, Buda emprendió la batalla contra sus enemigos y logró que capitulara una casta sacerdotal arrogante. Cristo echó del templo a los mercaderes y denostó a los hipócritas y fariseos. Aquellos dos grandes maestros eran partidarios de la acción directa y enérgica. Pero, simultáneamente, en cada uno de sus actos evidenciaron una bondad y un amor indiscutibles. No habrían alzado un solo dedo contra sus enemigos, prefiriendo mil veces morir antes que traicionar la verdad que vinieron a trasmitir. Buda habría muerto luchando contra los sacerdotes si la grandeza de su amor no se hubiera revelado igual que sus esfuerzos para reformarlos. Cristo murió en la cruz, coronado de espinas, desafiando al poder de todo un imperio. Si yo, a mi vez, opongo una resistencia de naturaleza no violenta, no hago más que seguir humildemente las huellas de esos grandes maestros.
En cualquier hombre, las virtudes de la misericordia, la no violencia, el amor y la verdad sólo pueden ser auténticamente puestas a prueba cuando se confrontan con la crueldad, la violencia, el odio y la falsedad.
La no violencia es un principio universal que debe triunfar inclusive en la adversidad. Su eficacia puede medirse precisamente cuando hay que enfrentarse con un ambiente hostil. Nuestra no violencia no conduciría a nada si su éxito tuviera que depender de la buena voluntad de las autoridades que nos gobiernan.
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